“¿Desde dónde canta mejor un pájaro?” —pregunta Jodorowsky—, y se responde. “¡Desde su árbol!” ¿Y cuál es ese árbol? Pues ni más ni menos que el genealógico. Al respecto, reconozco ignorar bastante de mi árbol. No tengo la historia completa de las ramas que me anteceden, pero de los más cercanos algo sé. Me atrevería a decir que conozco virtudes y defectos (más de la rama materna que paterna) que imagino caracterizan a grandes rasgos mi árbol. Sin embargo no tengo los detalles finos (antepasados, descendientes, geografías), y para muestra lo sucedido la semana pasada, cuando me vi sorprendido por una de sus muchas ramas.
Apareció un joven preguntando por mi. Lo saludé y le pregunté en qué podía servirle. Palabras más, palabras menos, me dio a entender que no le servía en nada. Más bien buscaba conocerme y presentarse conmigo, precisando que ya me había visto… de lejos... pero que no se animó a hablarme. “Me llamo Dorian”, remató. Yo, distraído por no sé qué maldita cosa, solo atiné a decir: “¡Qué bien! Igual al pers... (acá el joven Dorian puso cara de “ahí viene de nuevo la pinche comparación con la novela”, y me contuve).
Hizo un breve recuento de los lugares donde me había visto: Facultad de Humanidades, Feria del Libro de la Universidad, etcétera. La verdad no alcancé a retener todos los lugares, distraído por maldita sea la cosa, pero le agradecí el aguante y la casualidad.
Volvió a la carga diciendo que había cursado la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la misma Facultad donde veintitantos años atrás lo hiciera yo. Le reconocí el valor, acto seguido hice gala de mi poder “mo-no-lo-ga-dooorrr” (Dr. Chunga dixit) y me solté contando anécdotas de mi paso por “La Facu”. Noté se divertía, entonces seguí con el monólogo hasta verme en la necesidad de tomar un respiro, oportunidad que Dorian aprovechó para decir: “Soy su sobrino”. ¡Ah, chingá! La inercia del cotorreo casi me hace decir “menos mal que no sos mi hijo”, pero la mirada de Dorian me advirtió de que hablaba en serio.
Entonces le pregunté por el rumbo de nuestras ramas, hasta que hallé el hilo. Mi poder mo-no-lo-ga-dooorrr regresó, renovado, para contarle anécdotas de la familia cercana, que le divirtieron igual. Hice otra pausa para jalar aire, instante que él utilizó para decir “Soy panadero”. ¡Uta malle! Uno de mis callos más recientes.
Esta segunda confesión me sorprendió gratamente, y mi poder mo-no-lo-ga-dooorrr volvió. Entonces hablé y hablé sobre harinas, fermentos, masa madre, “pitsas”, panes y peces. Pronto me vi en la necesidad de jalar aire nuevamente, situación que Dorian aprovechó para decir (leve rubor de por medio): “Soy escritor”. ¡Ah, burro! ¡Qué valor!, le respondí con honestidad.
Confieso que mi empedernido poder mo-no-lo-ga-dooorrr ya no se manifestó, quizá porque ser escritor no es algo que dé gracia, más bien sinsabores, bronca, desalientos, melancolía, soledad.
“¿Y por qué no fuiste científico, pué?”, le pregunté, agregando: “Ser escritor es algo ingrato”. Me dijo que había considerado ser ingeniero, pero que esa pinche voz interior definida por agudos especialistas como “intuición”, lo llevó a tomar el camino de la literatura.
La pregunta se hizo obligada: ¿Y dónde están tus escritos, pué? Me dijo que en el USB, pero prometió traer su texto al siguiente día, para que le diera mi opinión. ¡Mi opinión! No tuve empacho en decirle que si tenía algo mejor que hacer, aprovechara el tiempo, porque escribir es… era… este… bueno, ya lo dije líneas arriba.
No los aburriré contando lo que sucedió al otro día, lo que quiero decirles es lo siguiente. Si conocen a Dorian (que es mi sobrino, que es panadero, que es escritor), díganle que no quise pasarme de tueste, que si dije lo que dije no fue para desanimarlo, que son cosas básicas, que yo de escribir sé lo mismo que de exotecnología: Nada. Lo que sí sé, es que un escrito es como un hijo al que se le procura, se le quiere y se busca formarlo para que después se defienda solo, cuando otros lo miren y lo juzguen. Que esto de escribir es saltar al vacío, que él es un pájaro, y que desde donde mejor cantará será desde el árbol de la familia, que después conocerá el bosque; que no hay prisa... que qué sé yo.
Apareció un joven preguntando por mi. Lo saludé y le pregunté en qué podía servirle. Palabras más, palabras menos, me dio a entender que no le servía en nada. Más bien buscaba conocerme y presentarse conmigo, precisando que ya me había visto… de lejos... pero que no se animó a hablarme. “Me llamo Dorian”, remató. Yo, distraído por no sé qué maldita cosa, solo atiné a decir: “¡Qué bien! Igual al pers... (acá el joven Dorian puso cara de “ahí viene de nuevo la pinche comparación con la novela”, y me contuve).
Hizo un breve recuento de los lugares donde me había visto: Facultad de Humanidades, Feria del Libro de la Universidad, etcétera. La verdad no alcancé a retener todos los lugares, distraído por maldita sea la cosa, pero le agradecí el aguante y la casualidad.
Volvió a la carga diciendo que había cursado la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la misma Facultad donde veintitantos años atrás lo hiciera yo. Le reconocí el valor, acto seguido hice gala de mi poder “mo-no-lo-ga-dooorrr” (Dr. Chunga dixit) y me solté contando anécdotas de mi paso por “La Facu”. Noté se divertía, entonces seguí con el monólogo hasta verme en la necesidad de tomar un respiro, oportunidad que Dorian aprovechó para decir: “Soy su sobrino”. ¡Ah, chingá! La inercia del cotorreo casi me hace decir “menos mal que no sos mi hijo”, pero la mirada de Dorian me advirtió de que hablaba en serio.
Entonces le pregunté por el rumbo de nuestras ramas, hasta que hallé el hilo. Mi poder mo-no-lo-ga-dooorrr regresó, renovado, para contarle anécdotas de la familia cercana, que le divirtieron igual. Hice otra pausa para jalar aire, instante que él utilizó para decir “Soy panadero”. ¡Uta malle! Uno de mis callos más recientes.
Esta segunda confesión me sorprendió gratamente, y mi poder mo-no-lo-ga-dooorrr volvió. Entonces hablé y hablé sobre harinas, fermentos, masa madre, “pitsas”, panes y peces. Pronto me vi en la necesidad de jalar aire nuevamente, situación que Dorian aprovechó para decir (leve rubor de por medio): “Soy escritor”. ¡Ah, burro! ¡Qué valor!, le respondí con honestidad.
Confieso que mi empedernido poder mo-no-lo-ga-dooorrr ya no se manifestó, quizá porque ser escritor no es algo que dé gracia, más bien sinsabores, bronca, desalientos, melancolía, soledad.
“¿Y por qué no fuiste científico, pué?”, le pregunté, agregando: “Ser escritor es algo ingrato”. Me dijo que había considerado ser ingeniero, pero que esa pinche voz interior definida por agudos especialistas como “intuición”, lo llevó a tomar el camino de la literatura.
La pregunta se hizo obligada: ¿Y dónde están tus escritos, pué? Me dijo que en el USB, pero prometió traer su texto al siguiente día, para que le diera mi opinión. ¡Mi opinión! No tuve empacho en decirle que si tenía algo mejor que hacer, aprovechara el tiempo, porque escribir es… era… este… bueno, ya lo dije líneas arriba.
No los aburriré contando lo que sucedió al otro día, lo que quiero decirles es lo siguiente. Si conocen a Dorian (que es mi sobrino, que es panadero, que es escritor), díganle que no quise pasarme de tueste, que si dije lo que dije no fue para desanimarlo, que son cosas básicas, que yo de escribir sé lo mismo que de exotecnología: Nada. Lo que sí sé, es que un escrito es como un hijo al que se le procura, se le quiere y se busca formarlo para que después se defienda solo, cuando otros lo miren y lo juzguen. Que esto de escribir es saltar al vacío, que él es un pájaro, y que desde donde mejor cantará será desde el árbol de la familia, que después conocerá el bosque; que no hay prisa... que qué sé yo.
Oh! Me pasaron el escrito. Yo lo conozco. 😲 Se lo diré mañana...
ResponderBorrarGracias
BorrarLe mandó Saludos hace un instante en Romántica
BorrarMe lo perdí...
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