miércoles, 17 de octubre de 2018

"Yago"



Hubo un tiempo cuando envidié la manera de dormir de Yago, el perro más hermoso sobre la Tierra. Lo envidiaba, tanto, que trataba de despertarlo mientras dormía sobre mis pies, sin éxito. Yago, acostado a merced del cálido suelo parecía correr, detenerse, ladrar pero en  ronroneos, y luego de vuelta a mover las patas, huyendo de quién sabe qué o hacia quién sabe dónde. Lo envidiaba jodidamente; yo no podía dormir como él, y si lo conseguía, era tan fugaz, que no lograba ni recordaba soñar algo, una pizca al menos de lo que Yago vivía, o soñaba que vivía… o soñaba, despertando después en otro paralelo donde un hombre obeso y greñudo lo amaba como no amó antes a otro perro. Un ensueño largo desde aquella noche extraordinaria, repleta de estrellas, donde una mujer de ojos grandes lo entregaba cual si fuera el tesoro más preciado en ese instante cósmico, mítico y esdrújulo.

Yago cabía en mi mano. Era un toro en miniatura, trémulo, un “Miura” despertando de la ceguera sideral hasta esa noche, pegado a mi pecho mientras escuchaba los latidos del corazón que adivinó arrullo, cadencia donde abandonó el miedo y donde durmió infinidad de veces, hasta que fue imposible seguir, porque de veinte centímetros creció y creció hasta alcanzar metro y medio de largo, y de kilos mejor ni les digo: Un toro mitad rottweiler, mitad bull terrier, y negro de nariz a rabo.

Un día de furia la vida me lo quitó. Fue duro. De alguna manera mi corazón lo percibe, lo palpa y palpita, acompasado con el corazón de Yago desde el sueño hasta la vigilia, o al revés. Esa distancia no la percibía tan cercana, hasta el viernes pasado, mientras dormía en el paraíso: Comitán. 

Después de un final de viernes intenso, me estalló en la nuca un dolor horrible. Era la segunda vez que sentía ese dolor, pero magnificado, como si una enorme tenaza me atrapara el cerebelo. Aun así me dispuse a dormir. No había manera, y no sé cuánto tiempo transcurrió antes de saltar desde la vigila hasta el sueño (¿o al revés?). Me vi en el baño de una casa pretérita. Yago estaba conmigo, dando chillidos contento de verme. Yo estaba igual de feliz, sentía el fuerte olor de su pelaje, el aliento cálido y el tosco cariño que me anunciaba la verdad del suceso, pero, ¿en un baño? De súbito cambió la escena, ahora podía verme y ver a Yago desde arriba. De nuevo cambió la escena pero ahora sentado en el inodoro. Yago me animaba, a su manera, para que defecara. Lo que siguió podría pertenecer al terreno de la ficción, del sueño; o de la realidad, que no deja de superar lo otro.

Comencé a defecar algo que desde el principio supe no eran heces, sino algo diferente, algo que se resistía a salir. Yago ladraba cada vez con más autoridad, y yo pujaba y pujaba mientras arriba de la nuca el dolor se hacía cada vez más intenso. Luego de un tiempo que calculo eterno, expulsé algo extraño; vivo. Un ser indescriptible que intuí era malvado. Yago lo acorraló entre la pared y la taza del inodoro. Entendí que debía salir del cuarto de baño. No vi a Yago terminar con el ente maligno, pero dentro de mí sentía una tranquilidad plena. El dolor se había ido por completo. Abrí los ojos para descubrirme empapado de sudor (¿en el sueño? ¿en la vigilia?). Acá podría imaginarse que me hallaría cagado sobre la cama, como la arañita, pero no. 
El sueño (o al revés) con Yago y el extraño acontecimiento ocupó mi cabeza el resto del día, hasta hoy, que lo cuento. Después de muchas líneas teóricas y litros de café, concluyo: Extraño mucho a Yago, mi perro. Latimos aún en sincronía, desde paralelos distintos pero unidos. ¿Quién desde el sueño? ¿Quién desde la vigilia? ¡A saber!

2 comentarios:

  1. bonito recuerdo, me gusta. Eres chingón para el cuento, yo no puedo reducir el tamaño de los mios, pero lo seguiré intentando. Espero que hayas leído el último que te di, el que se llama palabras.

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