lunes, 23 de julio de 2018

Estamos hechos de historias


En algún libro leí sobre la historia de un hombre que, viéndose preso, soñó con un ejército de monos, y lo imaginó con tal determinación que ese ejército se materializó, liberándolo del encierro. Tantas las historias imaginadas y tantas las posibilidades, que muchas veces éstas van de la ficción a la realidad, y de la realidad a la ficción.

De esto platicaba con un conocido personaje del periodismo en Chiapas. Coincidimos al aire (estábamos en un programa de radio) en que estamos hechos de historias, propias, ajenas, reales o ficticias. Le ofrecí un ejemplo que les comparto ahora.

Un día cualquiera en Tuxtla Gutiérrez. Calor infernal. Hora pico. MiniMi y YoMeroMaromero subimos al colectivo. Nos sentamos adelante, privilegiados. Cupo lleno. Cuadras adelante otros posibles pasajeros manotean para que se detenga. Así en dos paradas más. “¡Aunque sea agachados!” alcanzamos a oír. Miro al chofer, quien mueve la cabeza de un lado a otro. Después, adivinando mi pensar, me explica:

Es un volado, patrón. Agachaditos dicen, y después lo apuñalan a uno. Hace días estaba la lluvia tupida, y yo venía con cupo lleno. Pasé por un semáforo y que se dejan venir dos señoritas, ay que llévenos, ay paraditas, ay agachaditas. Sí, digo. Las subo. Nadie protesta. Más adelante una señora y su hijo, empapados. La misma cantaleta. Los subo. Nadie protesta. Después de librar el tráfico y los baches, ¡una patrulla! Me detienen. Ay que lleva sobrecupo, ay que es infracción, ay que abajo todos, ay que en “fragancia” (quiso decir flagrancia, pero, ¿quién soy yo para corregir?) y la lluvia, aunque menos, aún mojaba. Retienen la unidad y a esperar la grúa. Le pregunto al poli si era operativo, o quesquéspué. Y que me dice el salado, nos avisaron al feisbuc los mismos pasajeros. ¡Uta! ¡Yo de buena gente, y así me pagaron! Desde ese día traigo libre los asientos de adelante, para subir a quien yo quiera, de preferencia mujeres guapas (acá risa bandida). Los otros siguen retacando su unidad, pero yo no. ¡Una vez se capa el cochi!

El conocido personaje del periodismo en Chiapas, a su vez, revira con otra historia. Trata de su estadía por Londres, donde tuvo la oportunidad de visitar el Museo Británico. Se topó con la Piedra de Rosetta, que tiene tres tipos de escritura, y data del 196 a. de C. El conocido personaje, lingüista y académico, se encontraba frente a una piedra milenaria, y no pudo frenar el impulso de tocar la estela egipcia. Sin más, posó la palma de la mano en la piedra. Dice que sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. La estela, cargada de todo el tiempo del mundo, había respondido al contacto humano. Por supuesto, la policía lo detuvo, y lo reprendió por tal acción. Él, en un principio, lo negó todo, pero las cámaras del museo lo tenían grabado. Ya no recuerda si lo vetaron para siempre en el Museo Británico, pero estoy seguro de que eso le importa muy poco. ¿El vínculo de estas dos historias? ¡La policía!

¿Cuál la historia real? ¿Cuál la ficción?

Esto me recuerda otra historia: Una madrugada, frente al terreno sagrado del Pumpushuti…

lunes, 16 de julio de 2018

¡Cochi!



“Usted no es de acá”, me dijo la mujer mientras me entregaba los tacos de menudencia, cochito y camarón con huevo, en el quiosco ubicado entre Palacio de Gobierno y el Palacio Federal. Juré ser más tuxtleco que el pozol, criado en el barrio del Niño de Atocha. “Tiene usted cara de chilango, y su playera está chistosa” (chilango + playera chistosa = chilango chistoso). Volví a jurar mi “tuxtlecanía”, y de la playera también, con la leyenda: “Soy feo… pero sé cocinar”.

Y sí, soy feo. Cocino platillos básicos, nada de alta cocina. Muchos, al toparse conmigo y mi playera, me miran de reojo confirmando con distintos gestos lo dicho: pues sí está feo. ¡Al saber si cocina!

Volviendo a los tacos del quiosco, y para desviar la plática sobre mi ciudadanía coneja, le pregunté a la señora si conocía a Joaquín Cosío. Luego de unos segundos, me contestó: “¿El Cochiloco?”.  Dije sí con la cabeza, porque en ese momento me empujaba el de menudencia. “¡Ay sí! Me va a decir que es usted el cochiloco”. Negué con la cabeza. “Pos sí, no es usted, porque además ni se parece”.

Una vez liberado de la menudencia, le dije que Joaquín Cosío estaría en el Museo del Café, que era cuestión de minutos, que fuera a verlo. La doña peló los ojos, emocionada. Volteó a ver a su cunca, que batía pozol. “Dejame ir a verlo al cochiloco”, le dijo a su cunca, quien respondió: “Tas pendeja vos, si a esa hora es cuando más gente hay”.

Me miró, ilusionada: “Traigalo usté acá al cochiloco, yo le invito su taco… lo amo a ese hombrón”. Yo, con la boca llena de camarón con huevo, zanahoria en escabeche y salsa matadora, dije sí con la cabeza, pero no pude cumplir. Sí... soy de lo peor.

Fernando tuvo la decencia de presentarme al escritor - actor, después de una visita comentada en el Museo del Café. Me recibió con una sonrisa mientras leía lo impreso en mi playera. “Está con madre… Yo quiero una igual”. Ni tardo ni perezoso le dije que se la regalaba. Levantó las cejas, se acarició la barbilla y dijo que sí la aceptaba. Prometí entregársela en la primera oportunidad.

Unas horas después me encontraba comiendo en Las Pichanchas (acá pueden insultarme, porque también les he fallado en eso, porque dirán que existen mejores lugares, etcétera), hablando de las bondades de las hormigas y los gusanos, del chipilín, de la pepita con tasajo y del chimbo. Le dije que si gustaba le entregaba la camiseta de una buena vez. Me dijo que sí pero que aguantara, que primero lo primero: yantar.

Por la noche, mientras el programa de radio iba con viento en popa, se me ocurrió quitarme la playera y regalársela antes de que finalizara la transmisión. Y así fue. Lo demás es lo de menos.

Me he autodenominado “doble de riesgo” del actor nayarita. Cochi ya estoy, y loco puedo ponerme con pócimas chiapanecas. ¡Que no pué!

Disculpen ustedes si no publico las fotos, pero sucede que en mi barrio no somos así.

martes, 10 de julio de 2018

Dardos marca MiniMi


Era el último día del mes de junio y restaban dos semanas para que MiniMi saliera de vacaciones. Fui por él a la escuela, acompañado del “hermano sol, antiguo y vil”. Una vez afuera, nos sentamos a esperar el transporte a casa cuando vi una camioneta repleta de propaganda política estacionarse frente a nosotros. Fue inevitable ver el rostro y leer el nombre del candidato, entonces descubrí era un viejo conocido quien aparecía en banderines, playeras y volantes impresos.

Le comenté a mi MiniMi: “Velo, es don (acá el nombre del suspirante), se está postulando para diputado. ¿Lo recuerdas?”. MiniMi, quien “deliciaba” (palabrarismo MiniMi) el bolis más megachido del mundo, hizo la clásica pausa antes de lanzar uno de sus mortales dardos, imposibles de esquivar: “…diputado… ¿Y para qué?”. ¡Patacuaz! ¡MiniMi lo había hecho de nuevo!

El dardo envenenado ¿Y para qué? rebotó en mi cabeza las siguientes semanas, hasta ayer, cuando un conocido me contó sobre la celebración del “virtual” ganador de las pasadas elecciones para gobernador, después de recibir el acta que hace constar su “avasallante” triunfo en las urnas. ¿Y eso qué? Dirá usted, con justa razón. Le cuento.

Ese domingo, por algún extraño encantamiento, apareció la maquinaria operativa y logística acostumbrada por el gobierno saliente. Acarreo en los mismos transportes de las mismas personas de mítines anteriores (preparados con itacates, porque la torta de siempre “no ajusta”, porque los llevaron desde las seis de la mañana y el “gober” electo se apareció hasta después del mediodía); los mismos operativos, pero ahora uniformados con el eslogan del gobernador electo; el mismo recinto; y el colmo (sí, adivinó), ¡las mismas tortas y refrescos! Y esto último es literal: la señora encargada de entregar las tortas era la misma de los acarreos oficiales. Mi conocido fue testigo y sé que no miente, y lo definió así: “una torta con el mismo sabor del sexenio que se va”.

Aclaro que mi conocido no milita en ningún partido, y estuvo ahí por un asunto meramente laboral, atestiguando lo que les cuento. Lo conozco, y le creo.

Después de sanarme del dardo envenenado de MiniMi, recordé una vieja “adivinanza”, que dice así: Si tiene nariz de lobo, orejas de lobo, patas de lobo, cola de lobo, dientes de lobo, y garras de lobo… ¿qué es?

Escriba acá la respuesta: _________________________

lunes, 9 de julio de 2018

Infierno


Un querido afecto me pregunta si existe el infierno. Guardo silencio, no porque sepa la respuesta, sino porque me asalta la duda por saber de dónde saca mi querido amigo que yo tengo la respuesta a semejante duda. Pregunta si conozco el libro de la Divina Comedia. Le digo que sí, y aprovecho para confesar que no terminé de leerlo, porque me extravié en sus versos. Pone cara de asombro, ignoraba que fuera un poema, y no una novela. Le aconsejo busque el libro y salga de dudas, y de paso lea lo dicho por Dante sobre el infierno.

Más tarde, mientras camino por las derruidas calles de la ciudad, no dejo de pensar en el averno, y por añadidura en el demonio. Recuerdo mis días de infante, de cuando iba “a la Rodulfo”, donde dibujaba y dibujaba en alguno de mis cuadernos a satanás, también a momias maditas, fantasmas, vampiros, duendes, hombres lobo, y demás “criaturas malignas” (y a El Santo y El Llanero Solitario), lo que me llevó más de una vez a la dirección de la escuela, donde mi madre tenía que chutarse las quejas mientras me advertía del infierno que me esperaba en casa, en forma de chancla o zapato. ¿Me corregí? Maomeno.

Años después dilapidé a mansalva el tesoro de la divina juventud, y el infierno se transformó en algo distinto, más llevadero, más consciente, y fue inevitable “vender” cachitos de mi alma al diablo, a sabiendas de que, más tarde que temprano, me cobraría las facturas.

Hoy, en la edad adulta, cuando mi afecto me pregunta sobre el infierno tan temido (albures aparte), busco en mi cabeza y no hallo respuesta, ni siquiera la certeza de que exista un lugar semejante donde la humanidad nos reunamos para arder a fuego manso, eternamente. No hay que morir para tener noticias del infierno, que valga la mención, ahora me resulta algo personal e indivisible. La pregunta tal vez sería: ¿Conozco mi infierno? ¿Mis monstruos?

Hoy el miedo a las momias, fantasmas, vampiros, duendes, hombres lobo, y demás “criaturas malignas”, han sido reemplazados por los grises, los reptilianos, los marcianos, las invasiones alienígenas, los raptos en naves extraterrestres, los “híbridos” (mitad humano mitad alienígena), la rebelión de las máquinas y por el robo de tus archivos "íntimos" de guasap o feisbuc.

Hoy, inicio de semana y de vacaciones, intente usted escribir su definición de infierno, o el nombre de sus demonios (o ambas cosas). Le aseguro que la experiencia será interesante.

viernes, 6 de julio de 2018

Árbol



“¿Desde dónde canta mejor un pájaro?” —pregunta Jodorowsky—, y se responde. “¡Desde su árbol!” ¿Y cuál es ese árbol? Pues ni más ni menos que el genealógico. Al respecto, reconozco ignorar bastante de mi árbol. No tengo la historia completa de las ramas que me anteceden, pero de los más cercanos algo sé. Me atrevería a decir que conozco virtudes y defectos (más de la rama materna que paterna) que imagino caracterizan a grandes rasgos mi árbol. Sin embargo no tengo los detalles finos (antepasados, descendientes, geografías), y para muestra lo sucedido la semana pasada, cuando me vi sorprendido por una de sus muchas ramas.

Apareció un joven preguntando por mi. Lo saludé y le pregunté en qué podía servirle. Palabras más, palabras menos, me dio a entender que no le servía en nada. Más bien buscaba conocerme y presentarse conmigo, precisando que ya me había visto… de lejos... pero que no se animó a hablarme. “Me llamo Dorian”, remató. Yo, distraído por no sé qué maldita cosa, solo atiné a decir: “¡Qué bien! Igual al pers... (acá el joven Dorian puso cara de “ahí viene de nuevo la pinche comparación con la novela”, y me contuve).

Hizo un breve recuento de los lugares donde me había visto: Facultad de Humanidades, Feria del Libro de la Universidad, etcétera. La verdad no alcancé a retener todos los lugares, distraído por maldita sea la cosa, pero le agradecí el aguante y la casualidad.

Volvió a la carga diciendo que había cursado la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la misma Facultad donde veintitantos años atrás lo hiciera yo. Le reconocí el valor, acto seguido hice gala de mi poder “mo-no-lo-ga-dooorrr” (Dr. Chunga dixit) y me solté contando anécdotas de mi paso por “La Facu”. Noté se divertía, entonces seguí con el monólogo hasta verme en la necesidad de tomar un respiro, oportunidad que Dorian aprovechó para decir: “Soy su sobrino”. ¡Ah, chingá! La inercia del cotorreo casi me hace decir “menos mal que no sos mi hijo”, pero la mirada de Dorian me advirtió de que hablaba en serio.

Entonces le pregunté por el rumbo de nuestras ramas, hasta que hallé el hilo. Mi poder mo-no-lo-ga-dooorrr regresó, renovado, para contarle anécdotas de la familia cercana, que le divirtieron igual. Hice otra pausa para jalar aire, instante que él utilizó para decir “Soy panadero”. ¡Uta malle! Uno de mis callos más recientes.

Esta segunda confesión me sorprendió gratamente, y mi poder mo-no-lo-ga-dooorrr volvió. Entonces hablé y hablé sobre harinas, fermentos, masa madre, “pitsas”, panes y peces. Pronto me vi en la necesidad de jalar aire nuevamente, situación que Dorian  aprovechó para decir (leve rubor de por medio): “Soy escritor”. ¡Ah, burro! ¡Qué valor!, le respondí con honestidad.

Confieso que mi empedernido poder
mo-no-lo-ga-dooorrr ya no se manifestó, quizá porque ser escritor no es algo que dé gracia, más bien sinsabores, bronca, desalientos, melancolía, soledad.

“¿Y por qué no fuiste científico, pué?”, le pregunté, agregando: “Ser escritor es algo ingrato”. Me dijo que había considerado ser ingeniero, pero que esa pinche voz interior definida por agudos especialistas como “intuición”, lo llevó a tomar el camino de la literatura.

La pregunta se hizo obligada: ¿Y dónde están tus escritos, pué? Me dijo que en el USB, pero prometió traer su texto al siguiente día, para que le diera mi opinión. ¡Mi opinión! No tuve empacho en decirle que si tenía algo mejor que hacer, aprovechara el tiempo, porque escribir es… era… este… bueno, ya lo dije líneas arriba.

No los aburriré contando lo que sucedió al otro día, lo que quiero decirles es lo siguiente. Si conocen a Dorian (que es mi sobrino, que es panadero, que es escritor), díganle que no quise pasarme de tueste, que si dije lo que dije no fue para desanimarlo, que son cosas básicas, que yo de escribir sé lo mismo que de exotecnología: Nada. Lo que sí sé, es que un escrito es como un hijo al que se le procura, se le quiere y se busca formarlo para que después se defienda solo, cuando otros lo miren y lo juzguen. Que esto de escribir es saltar al vacío, que él es un pájaro, y que desde donde mejor cantará será desde el árbol de la familia, que después conocerá el bosque; que no hay prisa... que qué sé yo.