lunes, 30 de enero de 2017

Dedicatoria


No niego la admiración que me provoca conocer el lugar donde un escritor pergeña sus textos, el sitio donde pulen palabras cual si fueran cristales de zafiro. Imagino es por eso que logran alcanzar sus objetivos, trabajando en un espacio donde se rodean de lo necesario y hacen de su obra algo duradero, de calidad, consolidando su quehacer literario hasta el punto de poder decirse, sin pudor alguno, escritores. Hay los otros, los que escriben por no sé qué maldita razón, pero que no tienen un estudio o espacio personalísimo para sentarse a escribir... por ejemplo... Yo. Por esa razón, cuando alguien me pregunta si soy escritor, me invade siempre ese pinche sonrojo que consideraba superado, y que apareció cuando me encontré con Eduardo Casar.

Tuve la fortuna de atender por algunas horas al escritor, viajar con él desde el aeropuerto hasta el hotel, gorrearle la comida y beber una cheve. Durante ese tiempo la charla fue miscelanea, hasta que tuve la idea de obsequiarle un libro mío. “Eres escritor”, me dijo. Yo, que creí haber sanado ese rubor tan jodido, le contesté desde el inconsciente: “medio escritor”. La respuesta no se hizo esperar: “¡No mames!”. Reaccioné y dije “Sí, soy escritor”. Me dijo que qué bueno que le daba algo para leer, porque solo había estado leyendo poesía durante el viaje, y quería leer algo distinto. Yo sonreí, le entregué el libro, lo hojeó, leyó la contraportada y después lo guardo. Algo en mí sintió alivio, quizá el haber realizado lo que pensé, o alguna otra cosa más oscura que ahora mismo no acabo de descubrir.

No escribí la dedicatoria que la tradición obliga porque no me lo pidió. Acá debo aclarar que no es mamonería, obedece a una experiencia que Marco Aurelio Carballo vivió años atrás. Me contó de cuando andaba en una feria internacional del libro, curioseando en los puestos de libros usados a un costado de Palacio de Minería. “Nunca se sabe qué joyas se pueden hallar”, acotó MAC. En esas estaba, cuando descubrió entre los libros la portada de su novela “Muñequita de barrio”, editado por el Fondo de Cultura Económica. Levantó el ejemplar, dio vuelta a la solapa para encontrarse con una dedicatoria hecha por él, hacia algún tiempo. Eran palabras sinceras para un amigo y paisano. MAC aceptó que en ese momento su ego sufrió una leve pero maciza abolladura, porque a quien se lo dedicó se presumía gran amigo del escritor. “Cuánto pide”, preguntó el tapachulteco. “Veinte pesos”. Pagó el precio, luego decidió ir en busca del gran amigo y paisano. Lo halló. Se abrazaron y saludaron como solo dos paisanos y amigos saben hacerlo. Después, y sin más preámbulo, el narrador y periodista sacó la novela comprada, y le dijo: “Mira lo que me acabo de hallar... el libro que te dediqué”.

El amigo y paisano, con la sorpresa encaramada en el lomo cual mono saraguato, se dijo extrañado. MAC, con la ventaja de su lado, agregó: “De seguro algún hijo de su chingada madre lo robó de tu biblioteca... o la señora del aseo decidió sacarlo a la basura… o peor aún, tu mujer lo botó porque soy una mala influencia”. El amigo y paisano aseguró que el ejemplar se encontraba en su biblioteca, que desconocía cómo había salido de ahí. “Lo acabo de hallar en una venta de libros viejos”. El otro seguía con la misma cantaleta. Sin más, y porque tenía que regresar a la feria del libro, MAC remató: “Pero no te preocupes, ahora mismo te lo vuelvo a dedicar con una posdata especial, para que ningún cabrón lo vuelva a expulsar de tu librero”. Acto seguido garabateó la segunda dedicatoria debajo de la primera (imagino fueron palabras malditas, igual a los conjuros de las tumbas egipcias), y se marchó, con la promesa de rasparse el hígado con unos lingotazos de ron, una tarde cualquiera.

Esa historia se me quedó grabada en la sesera. Entonces decidí, para evitar a los amigos y familiares; paisanos y no paisanos, alguna situación similar, no dedicar los ejemplares que regalo (a menos que me lo pidan, por supuesto). Así les evito el compromiso de tener un libro de mi autoría en sus casas. Les doy la posibilidad de sacarlo a la basura sin remordimiento alguno, o peor aún, hacerle la maldad a otra persona y regalarle el libro, para que pierda su tiempo como lo perdió él o ella. En el mejor de los casos, tener un final útil en algún baño público o privado, o servir de combustible cuando se requiera. Ya encarrerado, aprovecho para decirle a quien tenga algún ejemplar de mi autoría (dedicado o no), y quiera deshacerse de él de manera creativa, lo use para elaborar piñatas. Solo un favor, que sea una piñata tradicional mexicana, nada de personajes políticos ni de la televisión.

Gracias.

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