jueves, 25 de octubre de 2018

Expiación


La última vez que vi actuar a mi amigo Aarón Vite Grajales fue en el teatro de la ciudad Emilio Rabasa, en la obra "Crónica de un desayuno". Eran otros los tiempos, otros los años, otros los escenarios. "El arte es largo" dice Hipócrates, y el sábado pasado lo comprobé. Acá les cuento que el teatro llegó a mi vida a través de los libros, no antes. Compraba los mamotretos en la librería que se encontraba frente a la tienda Aras Bazar. Colección publicada por Editores Mexicanos Unidos. Conocí la obra de varios dramaturgos mexicanos, divertidos muchos, excelsos otros, pero todos de una calidad que me satisfacía. Era el inicio de los años noventa, me estrenaba como alumno de la entrañable Facultad de Humanidades, Campus VI, de la Universidad Autónoma de Chiapas (aclaro que los libros los compraba con el dinero que ganaba por trabajar a destajo, algo que hice durante toda la licenciatura).


Fue en la universidad donde conocí a Aarón, y a muchos más. Me vinculé al teatro universitario pero no como actor, sino como "estaf designado", hermanado a la dramaturgia a punta de parrandas, aventuras inolvidables en viajes dentro y fuera de Chiapas. La dramaturgia me gustaba (y aún me gusta), y la construcción de los diálogos mucho más, sin embargo nunca logré escribir nada digno de recordar. Les decía que los viajes fueron alucinantes, siendo Oaxaca el más recordado. Ahí asistí a lo que me iba a doler, con dos obras que todavía recuerdo como si fuera hoy: "La llorona" (Oaxaca) y "El descendiente" (Campeche). En la primera obra entré sorprendido por un velorio, y salí llorando. Del segundo destaco el miedo ante las continuas sorpresas de una factura chingonsísima.


Las emociones sentidas no volvieron a suceder hasta el sábado 22 de octubre, en el espacio que ocupa Telar teatro A.C. Había llegado el viernes para ver la obra, pero por X o Y circunstancia no alcancé a entrar (la temporada llegaba a su fin, y yo, por compromisos fuera de Tuxtla, estaba a punto de perdérmela). Mi boleto fue reasignado para el día siguiente y creo fue lo mejor, porque llegué dispuesto solo a ver la obra, a disfrutar como hacía muchos años no disfrutaba. En las pasadas ocasiones (frustradas) había escuchado la manera en que estaba montada la escenografía, y me imaginé varias cosas que no tenían nada qué ver con la realidad (¿dije realidad?).


Tuve el recuerdo de aquella noche de hacía 26 años, en Oaxaca, pero en un espacio breve, oscuro e inesperado. A pesar de lo reducido y el calor del lugar, fui sintiendo de a poco un extraño frío, primero en los pies, que después fue reptando hasta mi cabeza, mientras que en aquella grieta espacio-temporal frente a mi se desarrollaba una historia condenada a la maldición. Asistí al inframundo, a uno de los círculos del infierno cantados por Dante, mientras se escuchaba el breve chapoteo del agua donde siluetas caminaban entre la penumbra. Apenas sentí que iba a extraviarme, llegó la música desde un aparato de radio, antiguo pero cercano, para engancharme irremediablemente.


Rodolfo bebía y yo quería ponerme de pie, e ir a beber con él porque la garganta se me había secado, a pesar de tanta agua rebotando desde el suelo hasta las paredes y el techo, atravesando la débil luz de ese misterio personalísimo donde Josefa intentaba mantener el orden del caos, de fractalizar la vida en la cual no existía oxímoron posible para ese frío infernal. Ni Rodolfo ni Josefa soltaban la estaca, el ancla en que se había convertido Aura, halo de cordura en esa noche aciaga, niebla molecular multiplicada sobre el espejo interminable del recuerdo. Aura la niña, Aura la maga, Aura luminosa percibida por Rodolfo, por Josefa y por cada uno de los que estuvimos en el momento y en el lugar preciso, asomados a esa circularidad infinita.


Josefa y Rodolfo poseídos sin saber cómo sacudirse la culpa, que no fuera con la culpa misma pero del otro (bendita otredad), sin absolución inmediata o posible en manos de Aura, sin que mediara sacrificio humano, tema tan nuestro pero tan ajeno. El Xibalbá, la región del misterio; tzompantli teolítico. Luminosa oscuridad que se fue metiendo por los ojos ajenos y propios, erizando la piel. Escenas sostenidas por pausas de una brevedad intensa, iridiscentes y oscurecidas por onomatopeyas ajenas... nuestras, como dicen que es la vida después de la muerte (y visceversa). Una voz apagada rebotó en mi cabeza: ("¿Amanecerá?")


Claros... oscuros... Josefa y Rodolfo a merced del delirio, Aura irradiándolo todo hasta la cordura. Vida dentro de la muerte, espacio invertido, descuido de la memoria, meandros del recuerdo, imágenes senoidales que esa noche decidimos oír, más allá, donde la circularidad, donde las ionizadas e infinitas frecuencias que nos hicieron esdrújulos. Una casa sin ventanas, un tiempo sin tiempo, Josefa, Rodolfo y Aura habitando mi cabeza desde ese sábado, igual que hace 26 años, allá, donde el recuerdo tan futuro.


Salí de esa circularidad complacido, sediento. Ojalá y ustedes los que aún no han visto la obra, tengan el privilegio de admirarla, de sufrirla, porque es monstruosa (digna de ser mostrada). "El arte es largo", insistirá Hipócrates, y es verdad, el arte es largo... eterno. Gracias por la sed, queridos amigos Aarón, Marta y Priscila (a quien no miraba desde hacía 16 años).

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