martes, 13 de marzo de 2018

Un circo


Hace horas descubrí una pequeña fotografía de mi MiniMí, embelesado, viendo no sé qué en un circo de los Atayde. Recuerdo ese momento, fue una foto a mansalva, sin previo aviso y con el flash a tope. A la salida me esperaba la fotógrafa, impune, con el rostro de MiniMí dentro de un llavero de plástico. “Son cuarenta pesos”, me dijo. No discutí el precio. Estaba en un circo.

De niño me atraían demasiado los circos. Conocer a los payasos era divertidísimo y los trapecios y sus malabares, una emoción diferente. Ver a los caballos u otros animales hacer algún truco no me atraía tanto, quizá porque veía animales desde niño en el pueblo de mis abuelos. ¿Qué de maravilloso tenía un caballo saltando cubos de madera? Los leones y tigres tampoco, y no porque también los viera seguido en el pueblo, sino porque siempre estaban, o dentro de una jaula, o fuera de ella, pero encadenados. Conocí en Tuxtla el circo de Capulina (por ahí debe andar una foto del buen Capulina, autografiada), de Cepillín, de La Chilindrina, entre otros. Debo de agradecer a mis tíos el haberme llevado al circo.

Pero lo mejor me sucedió en aquellas largas vacaciones escolares, en el pueblo. Justo detrás de la casa de mis abuelos se comenzó a instalar un circo. Yo lo imaginé enorme, iluminado, con todo lo que ya conocía de ellos. Descendí por “la bajadona” (una calle empinada)  para ver el armado. En realidad no era tan grande, más bien pequeño. Por primera vez conocía un circo “de media carpa”. Tal cual. Estaba literalmente partido por la mitad.

Supe que estarían una semana en el pueblo, y después se marcharían. Fui con mis primos el día del estreno, y no encontré nada especial. No hubo trapecistas, solo una mujer que caminaba por una cuerda floja, que estaba a un metro del suelo; un domador asustando a una pareja de felinos más flacos que “Colillo”, nuestro perro; un caballo enano, dando vueltas en la media pista del medio circo, con niños encima. Fue el payaso (muy parecido al domador) quien salvó la noche, no solo por su rutina cómica, sino por sus malabares con el trompo. ¡Qué cosa! Quedé encantado.

A la mañana siguiente estaba afuera del circo, trompo en mano, queriendo conocer al señor payaso. No sé qué cara me vieron, pero me invitaron a estar con ellos. En un par de días hice amistad con los hijos del señor payaso y la señora cuerdafloja. Aprendí a levantar el trompo con el cordel y cacharlo con la palma o con el hombro. Aprendí también a “pasearlo” de un lado a otro del cordel y a lanzarlo y cacharlo sin que tocara el suelo. Me sentía realizado. Veía mi futuro ligado al circo… aunque fuera de media carpa. Tenía el dedo morado de tanto lanzar el trompo, porque me había dicho el señor payaso que la práctica hacía al maestro.

En uno de tantos ensayos escuché la plática entre mi abuela y mi tía, quienes comentaban sobre la extraña desaparición de perros y gatos en el pueblo. Temí por nuestro querido “Colillo”, que era un perro “eléctrico” pero adorable, obediente y buen guardián de la casa. Me fui al parque y justo debajo del busto de Emiliano Zapata, mis amigos comentaban que no solo estaban desapareciendo gatos y perros, sino también marranos. ¿Sospechosos? Adivinó: El circo de media carpa.

A la mañana siguiente bajé a buscar al señor payaso y a la señora cuerdafloja, pero solo encontré el olor de los leones. Mucho se dijo después, pero no me importó. Yo había sido feliz.

Las vacaciones terminaron y regresé al barrio del Niño de Atocha con nuevos trucos, actos que eran mero entretenimiento antes de comenzar la verdadera batalla por sacar trompos de la olla, picarlos con furia y hacerlos zumbar, imponentes, después de partir en dos a un contrincante.

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