Cuando conocí a “J”, hace ya varios años, apestaba a trago, sudor y orín. En ese entonces mi lugar estaba cerca de la entrada principal, a donde llegaban despistados preguntando por la renovación de placas, pago predial o actas de nacimiento. Supuse que “J” era otro distraído. El vigilante no lo dejaba entrar, y la situación fue subiendo de tono. Hablé con el guardia, quien no sin refunfuñar, accedió. “J” seguía hablando: “... ¡Qué me voy a robar, verga, si estoy clavado en esta silla!... ¡Soy chambeador igual que tú, no te pongas perro!”. Abrí la puerta y “J” entró, triunfal.
Ya en mi lugar, agregó: “¿Qué me puedo robar, ensartado en esta maldita silla?... Supongamos que robo. ¿Será que me escaparé hecho la verga? ¡Hasta un niño me alcanza!”. Le pregunté si sabía en qué lugar estaba. “¡Pos sí, sí sé!... Donde dan chamba a los artistas... ahí como me ve todo jodido, soy pintor, vengo a pedir apoyo... pintura... dinero no me van a dar, y está bien, porque de seguro me lo chingo en el vicio”.
Años después escuché alboroto en la entrada, luego llegó mi lugar el nuevo vigilante para decirme que afuera estaba un borracho en silla de ruedas, “que viene a verlo a usted porque es su amigo”. Fui a la entrada y vi a “J”, chorros de sudor y encabronado. Nos saludamos. Luego “J” miró al guardia con ganas de escupirlo. “Creerá el pendejo este que no puedo romperle la madre porque estoy en silla de ruedas, pero si lo agarro, chiquito le va a quedar el estacionamiento”. Rió. Le faltaban dientes y le sobraba sudor. Afuera el sol era implacable y “J” lidiaba no solo con eso, sino con las banquetas irregulares, el desdén de la gente y la indiferencia de los automovilistas.
Después de no verlo por un par de años, “J” apareció frente a mi. Se veía distinto. Estaba sobrio, con ropa limpia aunque calada de sudor. Tenía un sombrero y una sonrisa desdentadamente franca. “El guardia me pregunta que a quién vengo a ver, y le digo que a uno de mis mejores amigos: tú… no se puso perro… como te ven te tratan”. Le agradecí el honor. Me contó tenía una nueva vida lejos de los vicios, y una pareja a la que quería mucho. Dijo que conoció a dios, y que él le ayudó para conseguir chamba. “Hoy vengo a probar suerte, para ver si me contratan como tallerista en una casa de cultura… quiero enseñar lo que sé”. En menos de dos meses estaba contratado.
Un año después nos hallamos en el mercado de Los Ancianos. Lo vi madreado por el sol. Le pregunté de su trabajo como tallerista. “Me despidieron”, contestó. Supuse había recaído en el alcohol o la droga, pero me dijo que no, que dios lo había hecho fuerte. Estaba limpio. “Sobrevivo arreglando electrodomesticos”. Lo vi llorar, impotente. Me contó que lo acusaron de algo que ni era cierto, pero que no pudo defenderse por no tener dinero.
Hoy me sorprende con su visita. Lo veo contento. Me platica de su negocio: Embobinado de Motores “J. P.”, del cual es el flamante propietario. Ahora cuenta con maquinaria y herramientas para aventarse trabajos más grandes. Me da una tarjeta “por si se ofrece”.
Hacemos memoria desde cuándo nos conocemos. “¡Újule, hace un chingo!”. Reconoce que cayó, se levantó y volvió a caer en el alcohol y la droga, hasta que halló a dios. “Él me acompaña desde entonces de acá para allá, enseñándome los diferentes rostros que tiene el diablo”. Me confiesa que hace poco se le presentó el malo disfrazado de gente normal, para decirle: “Te haré caer de nuevo, porque me perteneces”, él le contestó: “Ya no, porque ahora Jesús está conmigo, él me advirtió sobre ti, de que vendrías. Yo te conozco desde antes, cuando yo era otro, un borracho y un drogadicto al que intentaste matar. Ya no te tengo miedo”. Dice que el diablo, encabronado, dio media vuelta y se marchó.
“J” tampoco se lamenta por estar “clavado” a una silla de ruedas, de donde intentó escapar a punta de trago y cocaína. Hoy está limpio. Aprovecho para preguntarle, abusando de la amistad, si de vez en vez sueña que camina. “No, la verdad es que no”. Se hace un breve silencio, luego me dice: “Lo que sí sueño… y a cada rato… es que puedo volar”.
Ya en mi lugar, agregó: “¿Qué me puedo robar, ensartado en esta maldita silla?... Supongamos que robo. ¿Será que me escaparé hecho la verga? ¡Hasta un niño me alcanza!”. Le pregunté si sabía en qué lugar estaba. “¡Pos sí, sí sé!... Donde dan chamba a los artistas... ahí como me ve todo jodido, soy pintor, vengo a pedir apoyo... pintura... dinero no me van a dar, y está bien, porque de seguro me lo chingo en el vicio”.
Años después escuché alboroto en la entrada, luego llegó mi lugar el nuevo vigilante para decirme que afuera estaba un borracho en silla de ruedas, “que viene a verlo a usted porque es su amigo”. Fui a la entrada y vi a “J”, chorros de sudor y encabronado. Nos saludamos. Luego “J” miró al guardia con ganas de escupirlo. “Creerá el pendejo este que no puedo romperle la madre porque estoy en silla de ruedas, pero si lo agarro, chiquito le va a quedar el estacionamiento”. Rió. Le faltaban dientes y le sobraba sudor. Afuera el sol era implacable y “J” lidiaba no solo con eso, sino con las banquetas irregulares, el desdén de la gente y la indiferencia de los automovilistas.
Después de no verlo por un par de años, “J” apareció frente a mi. Se veía distinto. Estaba sobrio, con ropa limpia aunque calada de sudor. Tenía un sombrero y una sonrisa desdentadamente franca. “El guardia me pregunta que a quién vengo a ver, y le digo que a uno de mis mejores amigos: tú… no se puso perro… como te ven te tratan”. Le agradecí el honor. Me contó tenía una nueva vida lejos de los vicios, y una pareja a la que quería mucho. Dijo que conoció a dios, y que él le ayudó para conseguir chamba. “Hoy vengo a probar suerte, para ver si me contratan como tallerista en una casa de cultura… quiero enseñar lo que sé”. En menos de dos meses estaba contratado.
Un año después nos hallamos en el mercado de Los Ancianos. Lo vi madreado por el sol. Le pregunté de su trabajo como tallerista. “Me despidieron”, contestó. Supuse había recaído en el alcohol o la droga, pero me dijo que no, que dios lo había hecho fuerte. Estaba limpio. “Sobrevivo arreglando electrodomesticos”. Lo vi llorar, impotente. Me contó que lo acusaron de algo que ni era cierto, pero que no pudo defenderse por no tener dinero.
Hoy me sorprende con su visita. Lo veo contento. Me platica de su negocio: Embobinado de Motores “J. P.”, del cual es el flamante propietario. Ahora cuenta con maquinaria y herramientas para aventarse trabajos más grandes. Me da una tarjeta “por si se ofrece”.
Hacemos memoria desde cuándo nos conocemos. “¡Újule, hace un chingo!”. Reconoce que cayó, se levantó y volvió a caer en el alcohol y la droga, hasta que halló a dios. “Él me acompaña desde entonces de acá para allá, enseñándome los diferentes rostros que tiene el diablo”. Me confiesa que hace poco se le presentó el malo disfrazado de gente normal, para decirle: “Te haré caer de nuevo, porque me perteneces”, él le contestó: “Ya no, porque ahora Jesús está conmigo, él me advirtió sobre ti, de que vendrías. Yo te conozco desde antes, cuando yo era otro, un borracho y un drogadicto al que intentaste matar. Ya no te tengo miedo”. Dice que el diablo, encabronado, dio media vuelta y se marchó.
“J” tampoco se lamenta por estar “clavado” a una silla de ruedas, de donde intentó escapar a punta de trago y cocaína. Hoy está limpio. Aprovecho para preguntarle, abusando de la amistad, si de vez en vez sueña que camina. “No, la verdad es que no”. Se hace un breve silencio, luego me dice: “Lo que sí sueño… y a cada rato… es que puedo volar”.
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