Dicen que cada uno de nosotros tiene siete gemelos dispersos por el mundo… por el continente… por el país… o por la ciudad, vaya usted a saber. Sucede entonces que igual y pueden llegar a confundirlo con alguno de ellos, para bien o para mal. No sé si sea mi caso, pero me han sucedido varias situaciones dignas de compartirles.
En una ocasión, bebiendo café americano y comiendo bisquets en la ciudad de México, en la famosa cafetería La Blanca, dos tipos con elegantes trajes oscuros me abordaron, me dieron un par de palmadas en el lomo y me preguntaron qué hacía ahí, tan solo. Yo contesté que estaba bebiendo un café y comiendo pan, como buen chiapaneco. Ellos, en silencio se me quedaron viendo, luego se vieron entre ellos, y después dijeron: no es “él”, además está más alto, y “él” es más bajo de estatura. Yo, con restos de pan en la boca, pregunté: ¿quién es “él”? Te pareces mucho a “él”, y ya se nos hacía extraño que estuviera “él” acá, porque debe estar en Toluca. Ajá, contesté, le di un trago a mi café “de altura”, e insistí: ¿quién es “él”? Martí Batres, contestó el otro. ¿Yo parecido a Martí Batres?... ¿Martí Batres parecido a Yo? ¡Ah, burro!
En otra ocasión, esperando a que la directora de un colegio dirigido por monjas me recibiera, llegó un indígena de aspecto humilde, facciones duras y ojos tristes. Me miraba sin parpadear. Yo, algo incómodo, saqué un libro de mi portafolio y me puse a leer. Aun así él me seguía viendo, lo sentía. Era una mirada penetrante, pesada. No sé por cuánto tiempo me miró. Para mi alivio apareció una de las religiosas y él corrió a postrarse delante de ella, a suplicarle que por favor fueran a su casa, que no vivía tan lejos. Se lo imploraba y eso era tan verdadero, tan dramático, que me conmovió. La monja le habló duramente, casi regañándolo, y le pidió volviera a sentarse en la banca, que ya le iban a atender.
Luego la religiosa se dio la vuelta y me dijo: “La madre superiora lo espera”. Me levanté, y casi de inmediato el indígena se abalanzó sobre mis piernas, las abrazó y me dijo: “Padrecito, ves a mi casa, te lo pido por el amor de dios… mi señora está tendida y no puedo ir enterrarla hasta que des la bendición”. Sentí una descarga eléctrica viajar desde las piernas hasta mi nuca. La monja casi arrancó a aquel hombre de mis piernas. Yo estaba mudo, no supe qué hacer ni qué decir… cada vez que recuerdo esto recuerdo también la mirada de aquel hombre, implorante. Salve aclarar que yo ni religiosos soy, le voy a Los Pumas, y en esa ocasión visitaba el colegio para solicitar empleo allá, en San Cristóbal de Las Casas. Esa mañana me había bañado, rasurado, peluqueado, vestido de manera formal, con un suéter de cuello de tortuga, de color negro. La monja me dijo que me parecía mucho a un misionero camboyano que se encontraba haciendo trabajo comunitario con indígenas, y que me parecía mucho a él.
Pero no todo ha sido tan dramático, ha tenido sus partes chuscas. La última la viví el viernes pasado, cuando se me ocurrió ponerme una máscara de Blue Demon para asistir a una charla con chicos de secundaria. La situación se fue acomodando para que las circunstancias de mi traslado fueran especiales. La persona que iba por mí derramó medio bote de agua en el asiento delantero, lo que obligó a sentarme en el asiento de atrás. En el primer semáforo una mujer que viajaba de copiloto en una camioneta se volteó a verme, de a poco se fue interesando más en el enmascarado (yo), y yo, por un extraño impulso levanté la mano para saludarla. Ella, emocionada, me devolvió el saludo, luego codeó al piloto que no alcanzó a verme porque el semáforo estaba en verde. Fue hasta el siguiente semáforo cuando nos alcanzó y me saludó. Del otro lado del coche donde yo viajaba, me saludó también un taxista. Durante el trayecto con una dama como chofer de Blue Demon, sentado atrás, en un carro grande, igual de aparatoso que los grandes coches sesenteros, característico accesorio de luchadores famosos como El Santo… o como Blue Demon, me la pasé saludando durante toda la ruta, a diestra y siniestra... peor que reina de feria.
¿Y cómo se relaciona esta última historia con los siete gemelos que cada uno tiene en el planeta Tierra? Con nada, definitivamente, pero quería contarles cómo me paso la vida así, tan callando.
En una ocasión, bebiendo café americano y comiendo bisquets en la ciudad de México, en la famosa cafetería La Blanca, dos tipos con elegantes trajes oscuros me abordaron, me dieron un par de palmadas en el lomo y me preguntaron qué hacía ahí, tan solo. Yo contesté que estaba bebiendo un café y comiendo pan, como buen chiapaneco. Ellos, en silencio se me quedaron viendo, luego se vieron entre ellos, y después dijeron: no es “él”, además está más alto, y “él” es más bajo de estatura. Yo, con restos de pan en la boca, pregunté: ¿quién es “él”? Te pareces mucho a “él”, y ya se nos hacía extraño que estuviera “él” acá, porque debe estar en Toluca. Ajá, contesté, le di un trago a mi café “de altura”, e insistí: ¿quién es “él”? Martí Batres, contestó el otro. ¿Yo parecido a Martí Batres?... ¿Martí Batres parecido a Yo? ¡Ah, burro!
En otra ocasión, esperando a que la directora de un colegio dirigido por monjas me recibiera, llegó un indígena de aspecto humilde, facciones duras y ojos tristes. Me miraba sin parpadear. Yo, algo incómodo, saqué un libro de mi portafolio y me puse a leer. Aun así él me seguía viendo, lo sentía. Era una mirada penetrante, pesada. No sé por cuánto tiempo me miró. Para mi alivio apareció una de las religiosas y él corrió a postrarse delante de ella, a suplicarle que por favor fueran a su casa, que no vivía tan lejos. Se lo imploraba y eso era tan verdadero, tan dramático, que me conmovió. La monja le habló duramente, casi regañándolo, y le pidió volviera a sentarse en la banca, que ya le iban a atender.
Luego la religiosa se dio la vuelta y me dijo: “La madre superiora lo espera”. Me levanté, y casi de inmediato el indígena se abalanzó sobre mis piernas, las abrazó y me dijo: “Padrecito, ves a mi casa, te lo pido por el amor de dios… mi señora está tendida y no puedo ir enterrarla hasta que des la bendición”. Sentí una descarga eléctrica viajar desde las piernas hasta mi nuca. La monja casi arrancó a aquel hombre de mis piernas. Yo estaba mudo, no supe qué hacer ni qué decir… cada vez que recuerdo esto recuerdo también la mirada de aquel hombre, implorante. Salve aclarar que yo ni religiosos soy, le voy a Los Pumas, y en esa ocasión visitaba el colegio para solicitar empleo allá, en San Cristóbal de Las Casas. Esa mañana me había bañado, rasurado, peluqueado, vestido de manera formal, con un suéter de cuello de tortuga, de color negro. La monja me dijo que me parecía mucho a un misionero camboyano que se encontraba haciendo trabajo comunitario con indígenas, y que me parecía mucho a él.
Pero no todo ha sido tan dramático, ha tenido sus partes chuscas. La última la viví el viernes pasado, cuando se me ocurrió ponerme una máscara de Blue Demon para asistir a una charla con chicos de secundaria. La situación se fue acomodando para que las circunstancias de mi traslado fueran especiales. La persona que iba por mí derramó medio bote de agua en el asiento delantero, lo que obligó a sentarme en el asiento de atrás. En el primer semáforo una mujer que viajaba de copiloto en una camioneta se volteó a verme, de a poco se fue interesando más en el enmascarado (yo), y yo, por un extraño impulso levanté la mano para saludarla. Ella, emocionada, me devolvió el saludo, luego codeó al piloto que no alcanzó a verme porque el semáforo estaba en verde. Fue hasta el siguiente semáforo cuando nos alcanzó y me saludó. Del otro lado del coche donde yo viajaba, me saludó también un taxista. Durante el trayecto con una dama como chofer de Blue Demon, sentado atrás, en un carro grande, igual de aparatoso que los grandes coches sesenteros, característico accesorio de luchadores famosos como El Santo… o como Blue Demon, me la pasé saludando durante toda la ruta, a diestra y siniestra... peor que reina de feria.
¿Y cómo se relaciona esta última historia con los siete gemelos que cada uno tiene en el planeta Tierra? Con nada, definitivamente, pero quería contarles cómo me paso la vida así, tan callando.